https://doi.org/10.18593/r.v47.30056

Esfera pública, conocimiento escolar y didáctica crítica1

Esfera pública, conhecimento escolar e ensino crítico

Public sphere, school knowledge and critical teaching

Jaume Martínez Bonafé2

Universitat de València; Profesor Titular-jubilado

https://orcid.org/0000-0002-9015-7241

Resumen: En el presente artículo se ponen en relación tres cuestiones que están en la base de cualquier propuesta de intervención para el desarrollo de una educación emancipadora: ¿Cómo entendemos lo público y el proyecto de educación y escuela pública? ¿Cómo en ese contexto pensamos el currículum y, por tanto, un determinado formato de selección cultural y su concreción en conocimiento escolar? Y, finalmente, ¿cómo todo eso tiene una traducción estratégica en una didáctica que se quiere crítica?

Palabras clave: escuela pública; emancipación; currículum; compromiso docente; pedagogía crítica.

Resumo: No presente artigo, se põem em relação a três sugestões que está na base de qualquer proposta de intervenção para o desenvolvimento de uma educação emancipadora: como entendemos o público e o projeto de educação e escola pública? Como neste contexto pensamos o currículo e, por tanto, um formato determinado de seleção cultural e sua concretização no conhecimento escolar? E, finalmente, como tudo isso tem uma tradução estratégica em uma didática que se quer crítica?

Palavras-chave: escola pública; emancipação; currículo; compromisso docente; pedagogia crítica.

Abstract: In the present article, it is considered in relation to three questions that are on the basis of any intervention proposal for the development of an emancipatory education: how do we understand the public and the public school and education project? How in this context do we think about the curriculum and, therefore, a certain format of cultural selection and its implementation in school knowledge? And, finally, how does everything have a strategic translation in a didactic that is wanted to be critical?

Keywords: public school; emancipation; curriculum; teacher commitment; critical pedagogy.

Recebido em 03 de março de 2022

Aceito em 19 de maio de 2022

1 SOBRE LA IDEA DE LA ESCUELA COMO ESPACIO PÚBLICO

Me propongo diferenciar, al tiempo que poner en relación, cuatro aproximaciones a la idea de la escuela como espacio público. La primera, que podemos llamar epistemológica. La segunda, histórico-institucional, la tercera, política, y la cuarta, la aproximación pedagógica. Es, ciertamente, una falsa distinción metodológica, pues esas cuatro perspectivas o miradas se entrecruzan constantemente. La primera aproximación, que llamo sin demasiada precisión “epistemológica”, trata de acercarse a la conceptualización de la idea de espacio público. Entiendo que el espacio público es sólo necesario cuando somos muchos los que queremos realizar juntos alguna acción. Espacio público es, por tanto, un concepto que se vincula directamente al de acción política, y no deberíamos pensar la sociedad sin ambos conceptos precedentes. Diremos con Hannah Arendt que el espacio público y la política dan autenticidad a la esfera social: “un espacio público es necesario como lugar reservado a la acción, lugar de autenticidad en el que el individuo logra, a través de una participación que es ante todo comunicación, confrontarse a otras opiniones y proyectos” (FLORES D’ARCAIS, 1996, p. 5). El espacio público, requiere además que todos y todas, sin exclusiones, podamos actuar como ciudadanos, es decir, que nos hayamos constituido en una sociedad civil de iguales. Como ustedes saben muy bien, el famoso Siglo de las Luces alumbró esa categoría de “ciudadano”, pero si repasan la Enciclopedia verán que se dejó en la penumbra a las mujeres, a los niños o a los sirvientes, apenas visibles en el destello de ser “miembros de la familia de un ciudadano propiamente dicho” (MURILLO, 1996, p. 73). La escuela como espacio público es, entonces, la posibilidad y la voluntad de una construcción colectiva de un proyecto político para la educación del sujeto y el desarrollo de la ciudadanía. Y esto plantea, al menos, un par de matices:

a) No puede ser un espacio otorgado por el Estado. En todo caso, el Estado deberá garantizarlo, respetarlo y defenderlo. Pero antes que otorgamiento, es una conquista cívica frente al poder del Estado.

b) Es un proyecto de autonomía del sujeto. Nacido de la voluntad de querer estar presente, de querer protagonizar, de querer vivir la democracia social. No hay espacio público sin sujeto.

Pensar la escuela como espacio público requiere pensar algunas condiciones concretas de esa posibilidad. A mí se me ocurren algunas de ellas. En primer lugar, la voluntad de reunión y diálogo; pues además de las condiciones formales para la participación social es necesaria la voluntad política para esa participación. Lo que hemos visto ya en demasiadas experiencias cercanas es un progresivo vaciamiento de esa voluntad de ciudadanía política. En segundo lugar, el intercambio educativo de la experiencia, es decir, la capacidad para la creación de la distancia social y epistemológica que permita la reconstrucción crítica de la experiencia. En tercer lugar, el interés por vigorizar la actividad ciudadana; la escuela puede convertirse en un interesante laboratorio de ciudadanía crítica, con el desarrollo de programas de aprendizaje para la autonomía y democracia radical; en cuarto lugar, el reconocimiento del sujeto, y por tanto, de la subjetividad y de la diferencia. Finalmente, ese espacio público ciudadano y educativo debería reconocer en su seno jurídico lo que ya se sacudió de encima la propia Revolución Francesa: los estamentos y las corporaciones. Se acude a la asamblea como sujeto y como ciudadano, y nada más.

Para decirlo con palabras más cercanas a mi propia memoria biográfica, pienso la idea de escuela como espacio público muy en relación con aquel proyecto comunitario del principio de los años 70 en el que tuve la oportunidad de iniciar mi socialización como maestro y desarrollar mi compromiso ciudadano: una escuela pública construida por una comunidad de iguales en la que vecinos, responsables políticos, familias, niños y jóvenes, maestros y maestras, pensábamos juntos el proyecto de escuela, la propuesta cultural, el modelo de participación democrática. Señalaba Hanna Arendt, aludiendo al mundo griego: “la esfera pública estaba reservada a la individualidad; se trataba del único lugar donde los hombres podían mostrar real e invariablemente quiénes eran” (ARENDT, 1993, p. 93). Esta es quizá la concreción más hermosa de este concepto político: necesito del espacio público para construir mi autonomía. Somos andando es otra hermosa síntesis en las palabras de Freire. Constituimos nuestra identidad en el movimiento social.

La segunda aproximación a la idea de escuela como espacio público la llamé histórico-institucional. La intención en ella es mostrar el recorrido histórico de la idea de la escuela democrática, desde las primeras revoluciones liberales hasta las actuales políticas neo-liberales y neo-conservadoras. Hay un enfoque que ve el desarrollo histórico en relación con el análisis de las tensiones entre sujetos sociales. En ese recorrido la escuela es una práctica institucional sometida a cambios y transformaciones en la misma medida en que se producen cambios y transformaciones en el propio desarrollo histórico-social. El criterio metodológico común a este tipo de aproximaciones es poner el punto de mira en el entramado jurídico que a lo largo del tiempo va conformando la síntesis de esa tensión estructural antes dicha. Por tanto, en este tipo de análisis, el papel que juega el Estado es fundamental.

A mí me interesa confrontar otra aproximación diferente que ponga el punto de mira en la construcción discursiva. Es decir, de qué se habla y de qué se deja de hablar a lo largo de un periodo histórico, y qué relación se establece entre la permanencia o modificación del lenguaje y la permanencia o modificación de determinadas prácticas institucionales. Probablemente esto nos haría reflexionar sobre la hegemonización de un discurso de lo público basado en la permanencia de la idea de servicio o concesión cuya administración corresponde al Estado. La escuela, como la sanidad o el transporte, es un servicio público que gestiona y controla el Estado, y el maestro será entonces un servidor público controlado –gestionado- por el Estado. Este es simplemente formulado un discurso de consenso, pero eso es decir, también, un discurso hegemónico. En un interesante libro titulado Escuela Pública. Democracia y Poder, Julio Rogero e Ignacio Fernández de Castro desarrollan una propuesta conceptual divergente con este discurso hegemónico citado. Veamos.

Cuando la enseñanza que imparte es para “todos” sin exclusiones, la escuela es un servicio público. Pero sólo cuando el “todos” que realiza la acción de enseñar y el “todos” que realiza la acción de aprender es el “pueblo”, el mismo “pueblo”, entonces la escuela es una “escuela pública” en el sentido pleno que hemos dado al concepto “público”.

En el modelo de escuela pública, el pueblo se ubica tanto en el lugar del beneficiario de la enseñanza –ya que al ser pública, la enseñanza que imparte tiene que ser para todos- como en el lugar del beneficiante, del sujeto del poder colectivo que realiza la acción de enseñar. Si la escuela – lugar y tiempo social sistémico organizado donde se enseña y donde se aprende- es pública, esa escuela es una organización democrática del pueblo, estructurada en sistema para realizar la compleja actividad de enseñar y aprender en el proceso de reproducción social del pueblo que así se organiza (FERNÁNDEZ DE CASTRO; ROGERO, 2001, p. 137-138).

La propuesta teórica de Ignacio y Julio se sitúa también en la línea de un tradicional debate en el seno de los Movimientos de Renovación Pedagógica. Cuando estos movimientos hablan en sus documentos de “escuela pública, democrática, popular y valenciana” están proponiendo una escuela/proyecto/utopía distante de la “escuela estatal” que, por el hecho de serlo, no garantiza su carácter de popular, y en nuestro caso, valenciana. “Hacer pública la escuela pública” ha sido un eslogan con el que los Movimientos de Renovación han mostrado su distanciamiento respecto de ese concepto restrictivo de lo público que lo identifica con el Estado. Con esta idea conecta un amplio movimiento discursivo, desde Ferrer y Guardia, por citar un hito de inicios del siglo pasado, hasta diferentes proyectos actuales impulsados por un complejo y variado movimiento social3.

A la tercera perspectiva la llamé política. Gramsci, en sus Cuadernos desde la cárcel, nos recuerda las estrechas relaciones entre la pedagogía y la política. Lo que hace la escuela, en cada momento histórico, es concretar la hegemonía de un proyecto político en términos educativos. No es que haya una escuela ideológica y otra no, o unos libros de texto ideológicos y otros no; la cuestión aquí es que la escuela está sometida a una tensión constante, que es la tensión de la política, en el sentido más radical del término. Por eso es tan importante que sea pública: porque dirime esa tensión en el espacio público, el espacio del diálogo y la negociación permanente. Pero a este apunte que nace en Gramsci quiero añadir un contrapunto: si es verdad que hay una pedagogía política, creo que hemos reconocido menos el importante papel pedagógico de la política (MARTÍNEZ BONAFÉ, 2010). Lo que ocurre en la calle, el modo en que se explica la realidad, el discurso mediático, las ejecuciones urbanísticas, en definitiva, la vida pública de la ciudad constituye todo un potente programa pedagógico. El actual y alarmante proceso progresivo de vaciamiento conceptual y desarme procedimental de la democracia, es toda una consecuencia de una forma de política pedagógica. Aprendemos a no ser, que es una forma de voladura controlada de la esfera pública.

El apunte sobre la perspectiva política de la escuela como espacio público nos conduce directamente a la cuarta y última perspectiva señalada: la mirada pedagógica de la escuela entendida como espacio público. Y en este punto la idea central es subrayar la importancia de la escuela como laboratorio de la ciudad. Es habitual encontrar en las Constituciones de los llamados Estados democráticos, el articulado que señala a la escuela como la única institución que tiene por mandato el desarrollo educativo del sujeto. Eso nos compromete directamente con el análisis de las herramientas conceptuales y procedimentales que ponen al sujeto en situación de comprender críticamente el mundo que le ha tocado vivir. Pero también, con el análisis de las experiencias sociales que le ponen en situación de querer vivir su vida revitalizando el tejido social. Si la escuela es un “todos” social que ensaya experiencias deseadas por “todos”, puede que reproduzca socialmente las herramientas educativas que necesita la ciudad para constituirse también en esfera pública. Lo cual nos hace situar el punto de mira en el conocimiento escolar y la didáctica crítica.

2 SOBRE EL SABER SOCIALMENTE NECESARIO Y EL PROBLEMA DEL CONOCIMIENTO ESCOLAR

Pensar la escuela como esfera pública en el marco de un proyecto social de radicalización democrática nos compromete directamente en el debate de cuál es el currículum escolar de ese proyecto social. A menudo hemos discutido ambas cosas por separado pensando que debían estar separadas: “... la sociedad es la sociedad pero las matemáticas son las matemáticas...”. Esa era ya una forma de hegemonía social y cultural, todos nos hemos dado cuenta, pero encontrar ese temario escolar alternativo y antihegemónico no está siendo una tarea fácil. Una de las estrategias discursivas del liberalismo tecnocrático es focalizar la mirada en la relación directa entre la escuela y el proceso de acumulación de capital. El cambio discursivo consiste en que hemos pasado de la búsqueda del alumno dócil al intento de construcción del alumno empresario de sí mismo, capaz de diseñar por sí mismo el itinerario curricular que mejor cualifique su fuerza de trabajo. Como ya hace tiempo analizó muy bien Svi Shapiro (1990) el predominio discursivo de ese enfoque reduccionista y tecnocrático ha vaciado casi por completo el debate sobre el sentido democrático del conocimiento escolar. Sin embargo, allá donde hay poder siempre hubo resistencia, y podemos encontrar a lo largo de la historia de la renovación pedagógica manifestaciones de esa voluntad de poner en una estrecha relación de coherencia el modo en que cuando pensamos otra sociedad y otra escuela hemos también de pensar qué otra cultura queremos desarrollar en la escuela. Las matemáticas en la escuela, digámoslo así, no son independientes del proyecto político de la justicia social y la democracia radical.

Mi tesis, entonces, es que el problema del conocimiento escolar y el modo en que ponemos en relación al sujeto con el conocimiento debería ser un tema nuclear en los debates sobre la transformación y la mejora de la escuela, y que una buena teoría de la escuela como esfera pública situaría este debate en otro plano cualitativamente distinto al que se propone en estos momentos. Me parece, además, que el hecho de que el problema de la selección y la codificación del conocimiento escolar no constituya preocupación fundamental en los debates entre el profesorado, es un indicador del nivel de alienación del trabajo docente. Creo también que hablar de la educación del sujeto en un contexto de ciudadanía democrática nos sitúa necesariamente ante el análisis de las formas en que el conocimiento ha de constituir para el sujeto una herramienta de emancipación y no de sometimiento. Finalmente, estoy convencido de que un proyecto cultural antihegemónico ha de situar en un juego creativo a múltiples agentes o sujetos sociales que hoy, desde espacios de resistencia muy diferentes, están interesados en la transformación social –y por tanto también interesados en la transformación de la escuela-. Al desarrollo de esta tesis dedicaré a continuación algunos apuntes que sirvan para la discusión.

2.1 CULTURA PÚBLICA Y HEGEMONÍA.

Es evidente que existe una cultura pública que se nutre del conjunto de significados que en los diferentes ámbitos del saber hemos ido acumulando a lo largo de la historia. Y nadie discutirá tampoco que ese saber ha ido destilándose del contraste público, la crítica, el rigor y la investigación científica, la revisión y reformulación constante. Ese saber se aloja en las disciplinas científicas, la producción y creación artística, la reflexión filosófica, la narración histórica..., siendo, por otra parte, un saber que muestra también diferencias en función de la distribución territorial de los grupos humanos. Por tomar el ejemplo de la Medicina, es obvio que hoy sabemos más cosas que hace un siglo, que hemos modificado criterios, y que unos pueblos –China, por ejemplo- practican formas de medicina distintas a las nuestras. Pero también es cada vez más evidente que ese saber público acumulado está fuertemente cruzado por relaciones de poder. Por seguir con el ejemplo de la Medicina, las investigaciones de Foucault (1966) mostraron que las preguntas que se formulaban, los temas que se problematizaban, los intereses y recursos que se dedicaban a la investigación, de lo que se hablaba y lo que se silenciaba, es decir, qué es lo que se sabe en cada periodo histórico, y cómo se sabe lo que se sabe, es una cuestión cruzada por relaciones de poder.

Pues bien, de esa cultura pública, cruzada por relaciones de poder, seleccionamos los contenidos que queremos que reproduzca la escuela. Como muy bien nos enseñó Bernstein (1977), la escuela tiene sus propios “códigos” en ese proceso de selección y organización del contenido curricular. Códigos, en plural, porque no hay una única manera de proceder en esa selección, y códigos, también, que responden a intereses sociales en pugna y a formas y relaciones de poder. El caso del Lenguaje, en el autor que he citado, fue una de sus primeras y más contundentes investigaciones. La escuela tiene una lengua, y los hijos de la clase trabajadora otra, que allí dentro queda minorizada, vino a decirnos Bernstein en los años 70. No descubro nada si digo que la cultura académica que se ha hecho hegemónica a lo largo de la historia del currículum, es decir, el código dominante en el diseño del currículum escolar, responde a un modelo academicista y enciclopédico. Por poner el ejemplo más cercano a nosotros mismos, el hecho de que durante muchos años se le llamara a una parte del currículum escolar obligatorio “Ciencias Sociales”, cuando no era más que un listado acumulativo de temas de la Geografía y de la Historia, es más el resultado de la correlación de fuerzas favorable corporativamente al sector académico de ambas disciplinas que al exclusivo rigor científico. Todos sabemos que las Ciencias Sociales constituyen un mapa cognitivo considerablemente más complejo que la suma de las dos citadas disciplinas. Digamos que la cultura pública de las Ciencias Sociales sufre en la escuela un código restrictivo y fragmentario que no tiene directamente que ver con un criterio de saber pedagógico. Al contrario, la pedagogía hace ya tiempo que viene mostrando que ese código –academicista y enciclopédico-, con contenidos y formatos obsoletos, no produce aprendizaje duradero, relevante o significativo. Podemos decir, entonces, que tal contenido escolar se hace cada vez menos competitivo en relación con otras agencias de producción y reproducción del conocimiento.

2.2 LA FRAGMENTACIÓN DEL SABER Y EL CÓDIGO DE LAS DISCIPLINAS.

Al plantear la crítica a la concepción disciplinar del conocimiento escolar quiero problematizar un par de cuestiones muy comunes en la práctica escolar. La primera es la creencia de que puede discutirse el sentido del conocimiento como si éste fuera unidimensional. Es decir, que se puede discutir sobre el conocimiento de una disciplina académica en sí mismo, en un suerte de epistemología cerrada sobre la propia disciplina. El otro problema es creer que podemos discutir sobre el conocimiento disciplinar al margen de la forma en que discutimos sobre las relaciones que queremos establecer entre el sujeto y el conocimiento. Para abrir este debate siempre me pareció particularmente sugerente el estudio de Edgar Morin. Veamos un par de citas:

Difícilmente nos damos cuenta de que la disyunción y el parcelamiento de los conocimientos no sólo afectan a la posibilidad de un conocimiento del conocimiento, sino también a nuestras posibilidades de conocimiento acerca de nosotros mismos y el mundo (MORIN, 1983, p. 21).

La inteligencia parcelada, compartimentada, mecanicista, disyuntiva, reduccionista, rompe lo complejo del mundo en fragmentos disyuntos, fracciona los problemas, separa lo que está enlazado, unidimensionaliza lo multidimensional. Es una inteligencia a la vez miope, présbita, daltónica y tuerta; lo más habitual es que acabe ciega. Destruye en embrión toda posibilidad de comprensión y reflexión, eliminando cualquier eventual juicio correctivo o perspectiva a largo plazo. Así, cuanto más multidimensionales se hacen los problemas, mayor incapacidad hay para pensar su multidimensionalidad; cuanto más progresa la crisis, más progresa la incapacidad para pensar la crisis; cuanto más planetarios se hacen los problemas, más impensables se hacen. Incapaz de enfocar el contexto y el complejo planetario, la inteligencia ciega se vuelve inconsciente e irresponsable. (MORIN, 1996, p. 4).

Veamos algunos argumentos en relación con ese par de cuestiones problemáticas.

a) Sobre el debate cerrado en el interior de la disciplina. Sé que toda disciplina académica tiene unas formas específicas de elaborar y estructurar el conocimiento de la misma. Jerome Bruner, en 1964, ya proponía identificar los conceptos estructurantes de la materia curricular, pues sobre ellos debería organizarse el currículum de esa materia. Y, en efecto, todo aquel que quiera enseñar una disciplina deberá conocer el conocimiento de esa disciplina, los conceptos que le dotan de estructura propia. Pero sería “irresponsable” creer que eso es suficiente. En primer lugar, creo que cada vez más el conocimiento se construye en un diálogo multidisciplinar, en el que son necesarios macro-conceptos que estructuren y organicen o pongan en relación nociones eventualmente antagonistas. En segundo lugar, no debería mantenerse separado lo que nunca debió separarse: la ciencia y la conciencia. Desde mi punto de vista, esto introduce el debate de la función social del conocimiento, pero también sobre la construcción social de ese conocimiento. En tercer lugar, no creo que debamos pensar el conocimiento al margen de cómo nosotros conocemos, y este proceso es siempre multidimensional, pues pone en relación factores diversos: personales, antropológicos, sociales, etc.

b) La segunda cuestión tenía que ver con las formas de relación entre el sujeto y el conocimiento. Para mí ésta es especialmente relevante pues plantea un problema –también político, aunque no sólo-: ¿Es posible separar al sujeto del objeto de conocimiento? Formalmente sí; eso es evidente si miramos las formas de producción y organización del conocimiento en las diferentes ciencias4. Pero aquí hablamos de un proyecto educativo. Eso nos pone en un situación reflexiva distinta: no somos aquí físicos o historiadores o matemáticos, sino educadores.

Vamos a ver esto en relación con los tres grandes principios de la Modernidad. Creo que una de las grandes contribuciones del Siglo de las Luces es buscar el equilibrio entre estos tres grandes pilares: el sujeto, la ciudadanía y la emancipación. Es un equilibro necesario, y lo que la historia ha venido mostrando es que no hemos sido capaces de lograrlo. Hay un intento de ciudadanía con poco sujeto y ninguna emancipación, y hubo un intento de emancipación sin sujeto y sin ciudadanía. No me detendré en este argumento, pero me atrevo a recomendar la lectura de Boaventura de Sousa Santos (2004). A la categoría ciudadanía le incluyo la de la cultura pública antes comentada: un saber social acumulado a lo largo del tiempo y producido por el esfuerzo humano. Pues bien, ese saber sólo es educativo si contribuye a la emancipación de un sujeto que crece en autonomía, que es decir también –al menos, desde Kant- que la categoría de emancipación incluye la de un saber emancipatorio. Ese es el criterio político y pedagógico que deberá guiar su selección, su organización y su codificación curricular.

Parece que uno de los “avances” de la Reforma en la planificación curricular fue diferenciar entre hechos, conceptos, principios, procedimientos, actitudes y valores. Y, como no se cuestionó la estructura de las disciplinas, el debate sobre esa tipología del contenido se circunscribió a la planificación docente de cada materia o disciplina curricular, en una curiosa simplificación a la trilogía “conceptos-pocedimientos-valores. Pensar esos tres apartados no es muy distinto de aquella propuesta que hacía Michael Apple (1996) en su libro El Conocimiento oficial: el autor señalaba que una manera muy simple de pensar qué tipo de contenidos potenciamos en el currículum consiste en dividir los conocimientos que queremos que los estudiantes aprendan en tres tipos: saber “que”, saber “cómo” y saber “para”. Es decir, que además de las informaciones factuales necesitamos desarrollar habilidades con las que manejar el conocimiento en nuestro provecho. Pero también necesitamos un saber disposicional que oriente nuestra conducta futura. Y dice Apple que, si tuviéramos que poner en una relación jerárquica estos tres tipos de saber, la mayoría de nosotros optaríamos por señalar primero la capacidad del sujeto para poner los conocimientos y las habilidades al servicio de las buenas causas educativas y sociales. En realidad es la combinación de los tres saberes lo que permite la “formación crítica” del sujeto. Mi criterio es que el debate sobre estos tres saberes en la selección, la organización y la codificación del conocimiento escolar, es anterior y externo a la estructura de las disciplinas. Cómo queremos aprender a “Vivir la Ciudad”, por ejemplo, es un buen debate ciudadano –es decir, es un debate en la esfera pública- que no puede iniciarse buscando los vínculos con las materias del currículum. Aunque al final geógrafos, antropólogos, economistas o historiadores vengan a ayudarnos en ese proceso de selección y organización de los contenidos de enseñanza.

c) El valor educativo de la experiencia. Esa relación abierta y emancipadora del sujeto con el conocimiento es sólo posible si no despreciamos la propia experiencia del sujeto. Al contrario, partimos de ella y la sometemos a una relación crítica con un saber que va a permitir repensarla, reconstruirla. Ese es el sentido emancipatorio del saber escolar, el que permite poner en crisis la experiencia, teorizar la práctica, proporcionar herramientas conceptuales y procedimentales para reconstruir críticamente nuestra relación con el mundo desde la autonomía y la libertad. Porque ésa es la verdadera educación, la que nos permite desarrollar nuestra subjetividad en un proceso cada vez más amplio de emancipación, pero no nos desvincula de la hermosa tarea de tejer la ciudadanía. Todos sabemos ya, si queremos aproximarnos a un plano más didáctico, que para que una propuesta curricular se haga significativa y relevante es necesario que conecte con la vida y la experiencia social del sujeto que aprende. Del educador depende la habilidad para poner a disposición del sujeto aquellos conceptos estructurantes del saber científico –pero no solo científico- de modo que se facilite su apropiación en forma de herramienta para la comprensión crítica de la vida personal y social.

Sin ese proyecto educativo que pone en una relación equilibrada al sujeto, la ciudadanía y la emancipación, la cultura social se nutre exclusivamente de los significados y comportamientos hegemónicos en el contexto social. El éxito de determinados programas televisivos sólo es explicable por el fracaso de este proyecto educativo. Y desde ese fracaso, la escuela no va a poder más que reproducir –en sus propios rituales específicos propios de la institución- esa cultura social hegemónica que desmiembra y separa los tres pilares citados.

En mi opinión, determinados fenómenos que vemos como específicos de la institución escolar: el aislamiento profesional del profesor, el sentido patrimonialista del aula, la burocratización del currículum y en general de toda la vida de la escuela, el aumento del conservadurismo y la recuperación del tradicionalismo pedagógico – exámenes, reválidas, castigo, religión, etc.-, el falso pragmatismo obsesivo por la eficacia a corto plazo, la competitividad individualista e individualizante, en fin, no son más que manifestaciones de este fenómeno que no es estrictamente escolar. Al ser mirado de un modo restrictivo perdemos precisamente la fuerza motriz de una más amplia crítica social.

d) Otra perspectiva o mirada sobre el conocimiento escolar tiene que ver con las relaciones de poder en la escuela, o con el modo en que la pedagogía actúa como una práctica normalizadora en la batalla por el dominio de la mente y el cuerpo. Como bien ha estudiado Thomas Popkewitz, tal discurso pedagógico -una construcción histórica y social- se sustenta a menudo en sistemas de razonamiento –en sistemas de conocimiento y en las prácticas cotidianas del docente que tales sistemas producen- que nos hacen ver las cosas de un modo “natural” (p.e. el éxito académico, un modo razonable de ser maestro, o una forma particular de urbanidad-ruralidad docente), cuando todo ello conduce hacia una tremenda injusticia. Lo que viene a poner el punto de mira del análisis discursivo en las formas y relaciones de poder y en las formas de exclusión de unos grupos o sectores sociales sobre otros; y esto viene también a situar la estrategia en la desestabilización de esas formas imperantes – hegemónicas- de razonamientos. En poner “patas arriba” una forma particular de relación entre conocimiento y poder. La mirada analítica del investigador, entonces, recorre el “andamiaje” de las ideas que existe debajo de una forma de “decir” lo que ha de quedar excluido y lo que ha de quedar incluido en los pensamientos y las acciones de la enseñanza.

2.3 LA URGENCIA DE UN SABER DE SUSTENTABILIDAD.

Al menos desde que el Club de Roma empezó a tirar de las orejas a sus propios socios, sabemos que las acciones se anticipan al conocimiento de las causas que las provocan. Destruir el ecosistema (socio-bio-antropo-cultural) de La Punta o de Campanar (en el entorno de la Ciudad de Valencia) es una acción rápida. Las consecuencias nos cuesta mucho calibrarlas. (No es una cuestión de estudios tipo “impacto ambiental”. Eso lo podemos saber ahora mismo. Es otro el tipo de saber necesario). En un proceso creciente de debilitamiento identitario (BAUMAN, 2002), es mucho más fácil cometer atropellos. Eso nos remite de nuevo a un debate social sobre el rearme cognitivo y procedimental del sujeto.

2.4 SOBRE LOS GRUPOS DE DIDÁCTICA CRÍTICA Y SUS ACCIONES ESTRATÉGICAS

Entiendo que en la práctica de la enseñanza, como en cualquier otra práctica social, hay personas que asumen la voluntad consciente de abrir reflexiones críticas sobre el significado y las consecuencias sociales de su acción, y buscan coherentemente acciones estratégicas de transformación de esa práctica. Entiendo que el agrupamiento y la organización es una necesidad histórica surgida de esa reflexión. Entiendo, finalmente, que ese agrupamiento organizativo se sitúa en una posición de distancia crítica respecto del Estado, en tanto que máximo regulador de una normalización institucional cruzada por complejas relaciones de poder. Este es, desde mi punto de vista, un punto de partida teórico que incluye un amplio abanico conceptual y práctico en una compleja red que pone en relación experiencias de larga tradición en el Estado Español como los Movimientos de Renovación Pedagógica, propuestas conceptuales surgidas con la teoría crítica de la enseñanza – especialmente con Carr y Kemmis- como las comunidades críticas de profesores, propuestas como las comunidades de aprendizaje, con la importante influencia de Giroux, o el aquí y ahora de los grupos de didáctica crítica organizados en Fedicaria.

La cuestión aquí no es tanto discutir sobre qué entendemos por renovación, innovación o cambio. Tampoco qué es la didáctica crítica y qué no lo es. La cuestión no es de nombres. Es una cuestión política, y por tanto el problema es analizar las posiciones y relaciones en el teatro de la guerra social, para decirlo con una expresión situacionista. Creo que, en el caso de la didáctica, esta posición política de distanciamiento crítico del Estado nos obliga a un camino de ida y vuelta. Hacia un lado, nos ayuda a escapar del espacio cerrado del aula y la escuela para ver, más allá del espacio institucional, el papel que juega la escolarización en los procesos de reproducción social. Es decir, no da igual qué matemáticas enseñemos, y no podemos declarar, tampoco: “A mí no me metas en política, yo aquí vengo a enseñar mi asignatura, y nada más”. Hay entonces una mirada crítica hacia afuera a la búsqueda de un espacio público en el que dirimir el análisis social de lo que hacen las escuelas. Pero también hay un recorrido hacia el lado contrario: desde ese espacio público posible o deseado construimos en el interior del aula y de la escuela nuestra esfera pública. No podemos ser críticos y renovadores con el mundo social, pero tremendamente conservadores en el mundo pedagógico. Esa división es falsa, y, por tanto, de plantearse, falsea la propia capacidad revolucionaria de la crítica. Recurriré aquí a las palabras de Celestin Freinet que más me gusta citar:

En la coyuntura actual, obstinarse en hacer pedagogía pura sería un error y un crimen. La defensa de nuestras técnicas, en Francia como en España, se desarrolla en dos frentes a la vez: el frente escolar y pedagógico por un lado, en el que debemos mostrarnos más atrevidos y creadores que nunca, porque el porvenir inmediato nos fuerza a ello; y el frente político y social, para defender vigorosamente las libertades democráticas y proletarias. Pero hay que estar simultáneamente en ambos frentes. Los obreros y campesinos españoles construyen desde el interior, mientras luchan sus milicianos. No entenderíamos que sus compañeros hicieran pedagogía nueva sin preocuparse de lo que sucede a la puerta de la escuela; pero tampoco comprendemos a los compañeros que se apasionan, activa o pasivamente (por desgracia), por la acción militante, pero permanecen en sus clases en una actitud conservadora, asustados ante la vida y sus impulsos, desconfiados del aparente desorden del esfuerzo creador. (FREINET, 1936, n.p.)

Esto nos obliga a complicarnos un poco más las cosas. A mí ahora me interesa centrar especialmente en un punto el problema: el debilitamiento pedagógico de los grupos de renovación o innovación didáctica. Por lo que he ido viendo en mi propio recorrido empírico, las posiciones se unifican en el análisis de las políticas sociales en la educación –no es difícil posicionarse contra las diferentes leyes gubernamentales-. También hay un considerable esfuerzo por hacer una buena didáctica de área. Pero poco más. Nuestras actuales teorizaciones sobre la escuela como espacio público no se corresponden con las distintas concreciones de ese marco a medida que vamos “bajando” hacia lo concreto y práctico de la didáctica. La gran revolución pendiente en la enseñanza es asumir que la escuela es un laboratorio de ciudadanía crítica. Y eso quiere decir que los principios que inspiran la conceptualización de la sociedad como esfera pública y democrática han de ser puestos a prueba en los procesos de enseñanza y aprendizaje en el aula y en el centro educativo.

¿Cómo ser democráticos con el conocimiento? ¿Cómo romper las barreras corporativas para dar presencia y reconocimiento al ciudadano? ¿Cómo avanzar cuando caminamos por un campo minado por relaciones de poder? Estas y otras muchas cuestiones requieren de una respuesta de complejidad donde lo social y lo pedagógico se encuentran en estrecha relación. Hemos de exigirle a la ministra de turno tanto como nos exige a nosotros la mirada de ese niño o niña que, además de intereses, motivaciones, experiencias y culturas tiene algo fundamental en una sociedad democrática: el derecho radical a la educación.

Ese es un reto histórico que asumió la pedagogía crítica, en cuyo discurso han ido conformándose grandes áreas temáticas en las que se vienen formulando y reformulando problemas que se mantienen sin resolver y, en algunos casos, con riesgo de pasar al olvido. Aunque de un modo telegráfico, quiero recordar algunas de estas grandes cuestiones:

1. La pedagogía popular, por decirlo con la expresión de Freinet. Que es saber que en una sociedad regida por desigualdades la escuela – pública y popular- no sólo es un instrumento “al servicio” de los más necesitados, sino que es el mismo “pueblo” el que decide su pedagogía.

2. La cultura de emancipación y un currículum dirigido a la comprensión y al análisis crítico de la experiencia.

3. Vivir la democracia en el aula y el centro como desearíamos que fuera vivida en la ciudad.

4. El compromiso ético del docente como principal garantía de la calidad de su trabajo.

5. El derecho del alumno a ser considerado el sujeto de su educación.

6. Una reformulación del espacio/tiempo educativo. El dentro y fuera de la institución.

Sobre las estrategias de la didáctica crítica, conviene revisar la enorme importancia táctica de los materiales curriculares. No sólo son los reguladores de la acción, son también los que a través de un modo de regular la acción conforman un modo de entender la enseñanza por parte de los profesores, pero también de los estudiantes y las familias. Los materiales constituyen todo un discurso pedagógico (MARTÍNEZ BONAFÉ, 2003). Dedicar esfuerzos investigadores desde la didáctica para la realización de buenos materiales curriculares es también y a la vez un potente programa de formación del profesorado. Y como siempre he defendido que lo que pone en una relación de coherencia práctica a los materiales con el profesor es un buen Proyecto Curricular, quisiera apuntar algo ahora al respecto. Para ello me gustaría recuperar de la memoria el emblemático Humanities Curriculum Project, que desde mi punto de vista sigue siendo una ejemplar estrategia para poner en relación la innovación curricular y el desarrollo profesional docente. A partir de lo que hemos podido aprender de esta experiencia que desbordó las propias fronteras espaciales y temporales dentro de las que fue diseñado y desarrollado, señalaré algunas cuestiones para nuestro actual debate. En primer lugar, un proyecto curricular (MARTÍNEZ BONAFÉ, 2002) interpela directamente al profesor y lo pone en situación dialógica. Si el proyecto habla a través de sus materiales, esos materiales deberán dirigirse al profesorado y no al alumnado. Me parece que éste es un importante debate conceptual para la didáctica crítica. He observado que la mayor parte de los materiales producidos por grupos de innovación siguen el esquema tradicional de elaborar materiales para el trabajo de los alumnos. ¿Por qué dirigir el material a los profesores? ¿Qué se gana con esa opción? Pues lo que nos enseñó Stenhouse es que ésa es una buena estrategia de reprofesionalización, pues sitúa al profesor en una necesaria actitud de investigación y protagonismo curricular. Digamos, en términos coloquiales, que le “complica la vida conceptualmente” y se la facilita aportándole buenas ideas prácticas, ya experimentadas, y buenos recursos materiales. La hipótesis central, que también John Elliott (1998) contribuyó a difundir, es que un buen indicador de la calidad educativa está en garantizar que el profesor desarrollará buenas prácticas. Lo que de bueno quieras que ocurra en el aprendizaje de los estudiantes ponlo en términos de lo que crees que deberá hacer el profesor; ésa era una máxima de aquel movimiento del currículum de proceso frente a los temarios cerrados de objetivos de aprendizaje.

El siguiente criterio estratégico es volver a recuperar la importancia del intercambio y la cooperación para la formación docente. Ese era el sentido original –en términos teóricos- de los Centros de Profesores. Esta idea estaba igualmente en la base de la experimentación curricular de los años 60 y 70 en legendarios proyectos ingleses liderados por el HCP. Pero, sobre todo, en nuestro caso, ésa fue la fuerza motriz de un amplio movimiento renovador en la ribera del Mediterráneo que en la mitad del siglo pasado tuvo a Célestin Freinet como inspirador importante. Es también la contribución y el ejemplo desde Latinoamérica de Paulo Freire. No me detendré en el desarrollo de esta amplia experiencia histórica. Baste subrayar aquí una idea central que es ya toda una provocación al debate: en ese amplio, vasto, complejo y plural movimiento de agitación pedagógica había –hay- una constante que unifica y pone en relación todas esas distintas experiencias: un saber docente vinculado al deseo (LARRAURI, 2002), un movimiento pedagógico que se sabe social.

3 BREVE CONCLUSIÓN CONTEXTUALIZANDO EL TEXTO

Este artículo, a pesar de las inclusiones o matices que lo actualizan, fue escrito hace dieciocho años. Mantengo con la misma contundencia todas las cuestiones de raíz que aquí se plantean y me parece que en la actualidad bastantes de ellas deberían gozar de una mayor atención y desarrollo, además de estar presentes en la base de los debates de hoy sobre la reforma del currículum y de la escuela. Dieciocho años es mucho tiempo y ciertamente se han sucedido cambios y transformaciones en la escuela con la inclusión de las nuevas tecnologías y nuevas miradas sobre un mayor reconocimiento a las lenguas extranjeras entre otras modificaciones curriculares. Sin embargo, ante el incremento de las racionalidades tecnocráticas, la burocratización y la influencia creciente de las ideologías neoliberales en la sociedad y en la educación y, con ellas, el olvido social de los referentes conceptuales que constituyeron el banco de argumentos para la democratización del conocimiento y de la escuela, me parece que el texto que ahora les propongo cobra más actualidad todavía si constituye en manos del lector o la lectora una buena herramienta para el análisis y desde el análisis el combate a estas tendencias. Esa es la esperanza.

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1 El presente artículo es una ampliación y actualización de un texto ya publicado en Con-ciencia social: anuario de Didáctica de la Geografía, la Historia y las Ciencias Sociales, Logroño, n. 8, 2004, p. 51-62. Las ideas que lo originan están en la ponencia desarrollada por el autor en el X Encuentro de Fedicaria, celebrado en Valencia los días 1, 2 y 3 de julio de 2004.

2 Doctor en Filosofía y Ciencias de la Educación en la Universidad de Valencia (España).

3 Lo que yo conozco se limita al caso español, además de algunas experiencias en Latinoamérica (especialmente en Brasil –“Movimiento de los Sin Tierra”-), además de las referencias que desde EE.UU. conocemos por los trabajos de M. Apple y H. Giroux. Es una investigación pendiente saber qué está ocurriendo con este discurso en el resto de Europa. Al respecto ver el libro de LE GAL, Jean. Les droits de l’enfant a l’école. Belgique: De Boeck & Belin, 2004.

4 Sobre esto mismo Edgar Morin vendría aquí a incorporar matices: “El yo que aquí surge es el yo modesto que descubre que su punto de vista es necesariamente parcial y relativo. Así, vemos que el propio progreso del conocimiento científico necesita que el observador se incluya en su observación, que el concepto se incluya en su concepción, en suma, que el sujeto se vuelva a introducir de forma autocrítica y autorreflexiva en su conocimiento de los objetos” (1984, p. 47).