https://doi.org/10.18593/ejjl.31079

Posición jurídica de la infancia y la adolescencia en los entornos digitales

Posição jurídica de crianças e adolescentes em ambientes digitais

Itziar Gomez Fernández1

Resumen: El estatuto jurídico de los menores como usuarios de internet y de los entornos digitales se ha definido con progresiva precisión en los últimos años, lo que nos permite afirmar que se va abandonando, progresivamente, una perspectiva adultocéntrica en el examen de esta cuestión. Ahora bien, a pesar de lo dicho el sistema de garantía de los derechos de los niños y niñas en internet está basado en una perspectiva adultocéntrica del estatuto jurídico de los menores que es necesario revisar; el refuerzo del sistema de garantías no puede basarse en una restricción de acceso de los menores a los entornos digitales, sino en un modelo de acceso que esté basado en su grado de madurez; y la vulnerabilidad de los niños, niñas y adolescentes exige un sistema de protección que no limite inadecuadamente la autonomía de los niños usuarios de internet, sino que les permita actuar en esos entornos de manera segura.

Palabras Clave: Menores. Accesibilidad a internet. Vulnerabilidad. Garantías jurisdiccionales. Madurez.

Resumo: O estatuto jurídico das crianças e adolescentes como usuários da Internet e de ambientes digitais tem sido definido com cada vez mais precisão nos últimos anos, o que permite afirmar que uma perspectiva de análise adultocêntrica está sendo gradualmente abandonada, mas ainda é necessária uma revisão. O reforço do sistema de garantias dos direitos das crianças e adolescentes na Internet não pode assentar numa restrição de acesso destes titulares aos ambientes digitais, mas num modelo de acesso baseado no seu grau de maturidade; e a vulnerabilidade de crianças e adolescentes requer um sistema de proteção que não limite inadequadamente a autonomia das crianças internautas, mas que lhes permita atuar com segurança nesses ambientes.

Palavras-chave: Crianças e adolescentes. Acessibilidade à Internet. Vulnerabilidade. Garantias jurisdicionais. Maturidade.

Recebido em 26 de setembro de 2022

Avaliado em 16 de outubro de 2022 (AVALIADOR A)

Avaliado em 24 de outubro de 2022 (AVALIADOR B)

Aceito em 26 de outubro de 2022

Introduccion

Según datos facilitados por UNICEF, uno de cada tres usuarios de internet en el mundo es un niño o una niña, teniendo por tal a todo ser humano menor de dieciocho años, salvo que, en virtud de la ley que le sea aplicable haya alcanzado antes la mayoría (art. 1 Convención de Derechos del Niño, en adelante CDN). Una proporción muy elevada, que podría ser mayor en el Sur Global2, y que pone de manifiesto que los menores de edad son sujetos particularmente interesantes a la hora de referirnos al ejercicio de los derechos en el entorno digital.

Las razones de tal interés se articulan en torno a dos grandes ideas.

De un lado el estatuto jurídico del menor, como titular de derechos, responde a una definición y delimitación sumamente complejas, debido a la posición subordinada de niños y niñas a quienes ejercen autoridad parental, o equivalente, sobre esas personas. De otro lado, aunque en estrecha relación con la primera cuestión, lo más frecuente es analizar la posición de los menores como usuarios de internet en situación de particular vulnerabilidad, de modo que la aproximación al modelo de definición de sus derechos en la red acostumbra a ser eminentemente proteccionista. Así, mientras ocupan una posición de usuarios preferentes, por el porcentaje de implantación del uso de las tecnologías en esa franja de edad, también suelen ser considerados como usuarios “débiles”, que deben ser protegidos por cuanto pueden asumir fácilmente la posición de víctimas de la vulneración de sus derechos fundamentales o de abusos más serios, de contenido penal3.

La dificultad particular de abordar un tema genuinamente interesante, como es el de la posición jurídica de los menores en los entornos digitales, se cifra en asumir el protagonismo de los niños, niñas y adolescentes en dichos entornos, mientras que, por otro lado, y desde una perspectiva general, estamos en una fase de reconstrucción del estatuto jurídico de las personas menores de edad. Es decir, estamos construyendo teóricamente dos ámbitos que discurren en paralelo y que, al analizarse de forma simultánea, muestran incoherencias y paradojas sobre las que es preciso detenerse. De modo que, junto a la idea de protección de la infancia, en ocasiones rayana en el paternalismo, muy difícil de soslayar por las razones que veremos más adelante y que tienen mucho que ver con la perspectiva adulto-céntrica con la que se abordan los problemas relacionados con la infancia y la adolescencia, es necesario situar la idea de autonomía. Opción esta que exige, no sólo asumir la relación privilegiada de los menores con las herramientas disponibles en los entornos digitales, sino también la necesidad de integrarles en la toma de decisiones regulatorias sobre esos entornos.

En realidad, ambas dimensiones están estrechamente relacionadas: para promover los derechos y el bienestar de los niños en internet es necesario minimizar los riesgos de uso, al tiempo que se potencian las capacidades de aprendizaje que proporciona. Y para ello es fundamental aproximarse a las experiencias y expectativas de los propios niños, que no tienen la misma autopercepción de la vulnerabilidad que la percepción de vulnerabilidad que construimos los adultos respecto de ellos4.

El punto de partida esencial, para cualquier reflexión sobre infancia, en términos generales, y desde luego, sobre los niños y niñas como usuarios de entornos digitales y titulares de derechos en este ámbito, es recordar que la CDN proclama que los niños y niñas son titulares de derechos (excepto el de participación política en sentido estricto), que la adopción de decisiones que les afecten ha de venir inspirada en el interés superior del menor (art. 3 párrafo 1 CDN5, art. 24, párrafo 2, de la Carta Europea de Derechos Fundamentales), y que los menores tienen derecho a ser escuchados y a que su opinión sea tenida en cuenta (art. 12 CDN6, art. 24.2 CDFUE y art. 3 del Convenio Europeo sobre el Ejercicio de los Derechos de los Niños7).

Estos principios tienen conexión con el derecho constitucional español desde el momento en que el art. 39.4 CE8 reconoce que los niños gozarán de la protección prevista en los acuerdos internacionales que velan por sus derechos, conectando esta previsión con la del art. 10.2 CE. Por tanto, existe un vínculo material entre los derechos constitucionales y los derechos de la infancia, proclamados en las fuentes internacionales y reproducidos en diversas disposiciones internas de rango legal. Un vínculo aún más estrecho si se tiene presente que la definición del estatuto jurídico de los titulares de derechos es una cuestión básica del derecho constitucional que, si bien suele centrarse en cuestiones como el sexo o la nacionalidad, tampoco queda al margen del argumento de la edad. En las reflexiones que ahora nos ocupan, necesariamente breves, la cuestión del estatuto jurídico de los menores de edad como titulares de derechos va a estar implícita durante toda la reflexión y es un eje de trabajo que no puede perderse de vista en ningún caso. Se trata de repensar ese estatuto jurídico desde la perspectiva del ejercicio de una serie de derechos por parte de quienes son usuarios preferentes, presentes y futuros, de los entornos digitales, pero, al mismo tiempo, tienen, en los entornos jurídicos, la consideración de sujetos en situación de especial vulnerabilidad, y particularmente sometidos a una autoridad parental cuya capacidad decisoria completa la falta de capacidad de obrar plena de niños, niñas y adolescentes.

Debemos recordar que la vulnerabilidad es una condición que se asocia personas y grupos, para cualificarles de algún modo en su relación con las estructuras de poder institucionalizado. José María Roca Martínez (2013), afronta esta definición afirmando que la condición de vulnerable se relaciona con la situación de desventaja en la que se encuentra un individuo o un grupo respecto del resto de la sociedad. Pero respecto de los menores de edad la idea de vulnerabilidad actúa en un sentido ambivalente.

Los niños, niñas y adolescentes son individuos cuya inmadurez, desde el parámetro de observación de la vida adulta, lleva asociada la limitación de la autonomía y de la capacidad de obrar, y esas limitaciones son completadas por la capacidad de los mayores de edad, o por las autoridades que velan por sus intereses, compensando así su situación de desventaja. Ahora bien, su situación de vulnerabilidad inmanente, que les hace sin duda merecedores de protección, justifica también algunas limitaciones introducidas en el pleno disfrute y ejercicio de sus derechos, y esa minoración puede llegar a reforzar la situación de vulnerabilidad en determinadas circunstancias, particularmente en contextos de conflicto de intereses entre el menor, suficientemente maduro para identificar los que le son propios, pero insuficientemente capaz para defenderlos en un sistema procesal de garantías que le niega plena capacidad de obrar. La calificación, por tanto, de la situación o condición de vulnerabilidad en este caso, es sumamente compleja porque puede provocar un efecto de refuerzo de la propia situación de desventaja.

Además, en el caso concreto que ahora nos ocupa, los niños, niñas y adolescentes no están en situación de desventaja respecto del resto de la sociedad en materia de uso de los entornos digitales, ni de dominio de las herramientas que esos entornos proporcionan. Se trata de nativos digitales que conocen y usan esos entornos con menos dificultad que los adultos mayores, y que comprenden e integran el lenguaje de las redes con mayor rapidez, adaptándose fácilmente a esos entornos. No tienen dificultades de acceso, ni de permanencia, ni barreras de comprensión del entorno. La vulnerabilidad no está, entonces, en las desventajas relativas al uso, sino en las inherentes a la falta de madurez y capacidad para acudir al sistema de garantías existente, en los casos en que sea necesario responder frente a eventuales agresiones o limitaciones de sus derechos en los entornos digitales.

De modo que la vulnerabilidad tiene un cariz propio y distinto en este ámbito, que conecta con la dificultad que tienen los niños y niñas para relacionarse con dos estructuras de poder: de un lado el poder privado de las empresas y plataformas que proporcionan el servicio de internet, de juegos, de redes sociales, etc; de otro lado el poder público, que prevé mecanismos de garantía de los derechos absolutamente inadaptados a la actuación propia de los niños y niñas, y que cifra la mayor parte del sistema de protección en la intervención mediata de quienes ostentan sobre los menores la guarda o tutela, y por tanto representan al menor y suplen su falta de capacidad de obrar.

Estas consideraciones introductorias generales se concretan, en las páginas que siguen, en torno a las siguientes ideas: i) el sistema de garantía de los derechos de los niños y niñas en internet está basado en una perspectiva adultocéntrica del estatuto jurídico de los menores que es necesario revisar (2); ii) el refuerzo del sistema de garantías no puede basarse en una restricción de acceso de los menores a los entornos digitales (3); iii) la vulnerabilidad de los niños, niñas y adolescentes exige un sistema de protección que no limite inadecuadamente la autonomía de los niños usuarios de internet (4); iv) la previsión de un modelo de protección de los derechos de los menores en internet debe pasar por un proceso de elaboración normativo participado de los menores (5).

1 Evolucionar desde una perspectiva adulto-céntrica del estatuto de los menores en los entornos digitales

La evolución sociológica, educativa y jurídica que ha experimentado la aproximación a los niños, niñas y adolescentes permite constatar cómo, en las sociedades occidentales9, se les ha ido percibiendo progresivamente como sujetos con identidad autónoma respecto de los adultos bajo cuya guarda o tutela se sitúan, y como sujetos que presentan ciertas particularidades cuando se relacionan con el ordenamiento jurídico. Un papel protagonista en esta evolución ha sido el de Naciones Unidas que trabaja en la aproximación jurídica a los derechos de la infancia, asumiendo que la dignidad intrínseca del ser humano está presente en este, independientemente de su edad, pero que esa edad es determinante a la hora de asumir que la infancia, como la edad adulta dependiente, tiene derecho a cuidados y asistencia especiales. Primero la Declaración de los Derechos del Niño adoptada por la Asamblea General el 20 de noviembre de 1959, y después la Convención de Derechos del Niño, aprobada el 20 de noviembre de 1989, ponen el foco en la condición de los menores como titulares de derechos10.

La firma y ratificación de la CDN activa la obligación del Estado firmante, de adoptar las medidas necesarias para dar efectividad a todos los derechos reconocidos en la convención. Y eso explica el desarrollo normativo en materia de legislación de infancia y adolescencia que se verifica en distintos países, en particular en España, desde finales de la década de los años 80 del pasado siglo. En esos cuarenta años de legislación, se ha ido pasando, progresivamente, de una aproximación en que la familia era el centro en torno al cual pivotaba el reconocimiento de los derechos de un niño que se desarrolla como prevé la CDN, de manera preferente, en ese entorno, hacia una percepción del menor como sujeto autónomo y con intereses propios que pueden ser, eventualmente, incompatibles o discrepantes de los intereses que ponen de manifiesto las personas obligadas a prestarle asistencia, cuidado y protección.

Pese a esta evolución, sutil pero firme, les menores no poseen autonomía plena en el ámbito jurídico, ni la poseen en cualquier otro aspecto de su vida, por cuanto la responsabilidad de sus actos solo recae sobre ellos de manera parcial11.

Ello no significa que no sean titulares plenos de los derechos reconocidos en la Constitución (con excepción del derecho de sufragio activo y pasivo), porque lo son. El Tribunal Constitucional, ha reconocido abiertamente12 que los menores de edad son titulares plenos de sus derechos fundamentales, significando eso que el ejercicio de tales derechos y la facultad de disponer sobre ellos no se abandonan por la mera sujeción de los menores a la autoridad parental (STC 141/2000, de 29 de mayo, FJ 5). Si bien se reconoce que quienes tienen atribuida la guarda y custodia de los menores, o su patria potestad, pueden incidir sobre el disfrute del menor de sus derechos fundamentales, esa incidencia

se modulará en función de la madurez del niño y los distintos estadios en que la legislación gradúa su capacidad de obrar … Así pues, sobre los poderes públicos, y muy en especial sobre los órganos judiciales, pesa el deber de velar por que el ejercicio de esas potestades por sus padres o tutores, o por quienes tengan atribuida su protección y defensa, se haga en interés del menor, y no al servicio de otros intereses, que por muy lícitos y respetables que puedan ser, deben postergarse ante el ‘superior’ del niño (FJ 5, STC 141/2000, de 29 de mayo).

La modulación que la jurisprudencia constitucional reconoce, en el ejercicio de los derechos por parte de los menores, supone una menor capacidad de injerencia cuanto mayor es la edad del niño o de la niña, y siempre hasta llegar a los 18 años. Porque, lo que si hace la Constitución, es fijar la mayoría de edad “constitucional” en los 18 años (art. 12 CE). Esta “marca objetiva” 13 coincide con la previsión del CDN (art. 1) y se ve reforzada con la mención del art. 1 de la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor (LOPJM), que al definir el ámbito de aplicación de la ley marca esta línea, que separa un estatuto de máxima sumisión a la protección y responsabilidad de quien ejerce las responsabilidades parentales, de otro estatuto de autonomía plena y responsabilidad propia de la persona14. Por tanto, la regla general es que mientras que no se produzca ni la mayoría de edad, ni la emancipación civil a partir de los 16 años, quienes ostenten la patria potestad, como regla general los progenitores, tienen la representación legal de los menores para actuar en cualquier ámbito, también ante la jurisdicción, salvo que exista un conflicto de intereses entre ellos, o que el menor, por su nivel de madurez, pueda ejercitar por sí mismo algunos actos relativos a los derechos de la personalidad (art. 162.1º CC).

Definida de este modo la minoridad, y con la excepción legal del derecho de sufragio15, quienes se encuentran en los períodos vitales de la infancia y la adolescencia o primera juventud, son titulares de los derechos individuales clasificados como derechos fundamentales (arts. 14 a 29 y 30.2 CE), como derechos constitucionales (arts. 31 a 38 CE) o como principios rectores de la política social y económica (arts. 39 a 52 CE). La LOPJM reitera en el Capítulo II del Título I, ampliándolo, el contenido de los derechos del menor al honor, a la intimidad y a la propia imagen (art. 4), derecho a la información (art. 5), libertad ideológica (art. 6), derecho de participación, asociación y reunión (art. 7), y a la libertad de expresión (art. 8). Y añade expresamente el derecho a ser oído y escuchado (art. 9) que se toma del CDN.

Ninguna particularidad se puede introducir a este reconocimiento de los menores, como titulares de derechos, por la razón de que estos se ejerzan en entornos digitales. Y, desde esa premisa de partida, podemos constatar que los derechos de la personalidad y las libertades informativas han sido objeto de atención preferente en lo que a su ejercicio en internet por parte de los menores de edad se refiere16. Y, aunque el enfoque inicial de esta aproximación fue esencialmente proteccionista, se ha ido modificando paulatinamente para venir a integrar la percepción de los menores como sujetos activos y emancipados en el entorno digital17.

Por tanto, en este momento, tenemos que plantearnos cuestiones más complejas, que ejemplifico, por no extenderme en exceso, en relación con el ejercicio del derecho a la propia imagen:

¿A qué edad puede dar un menor su consentimiento válido, propio e insustituible para ceder el uso de su imagen en redes, para colgar sus propias fotos o vídeos?

¿Hasta qué edad del menor pueden sus padres sustituir ese consentimiento y exponer al menor en redes? ¿Sería posible prohibir la exposición de los menores en redes públicas hasta que tengan madurez suficiente para consentir?

Si se estableciese una edad específica y universalmente válida de prestación propia del consentimiento, quién es el responsable de controlar que esa edad se ha alcanzado ¿las empresas proveedoras de los servicios o los padres? Y ¿Cuáles serían las consecuencias de la falta cumplimiento de la obligación de control?

¿A partir de qué edad se puede ejercitar el derecho al borrado de la huella digital?

Que el legislador no se plantee este tipo de cuestiones tiene que ver, en gran medida, con las dificultades para desprendernos de esa visión adulto-céntrica del derecho, que considera al menor como sujeto que debe ser protegido, pero no como sujeto capaz de tomar sus propias decisiones en relación con el ejercicio de los derechos de que es titular, o como individuo que puede ver menoscabados sus propios derechos por aquellos que están llamados por la ley, y sobre el papel, a asegurar la protección y garantía de esos mismos derechos.

En la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor, de modificación parcial del Código Civil y de la Ley de Enjuiciamiento Civil, revisada sustancialmente en los años 2015 y 2021, se incluye tras la primera de las dos reformas, alguna mención interesante a la relación de los menores con los entornos digitales.

  1. Al reconocer el derecho a la información de los menores, se prevé la obligación de las Administraciones Públicas de sensibilizar a los menores sobre la oferta cultural en internet y sobre la defensa de los derechos de propiedad intelectual (art. 5 LOPJM)
  2. Cuando los menores estén bajo la tutela de las administraciones públicas (es decir, de las administraciones autonómicas, que son las que tienen competencias en este ámbito), se prevé que estas administraciones establezcan las “medidas educativas y de supervisión que garanticen la protección de los datos personales del menor al acceder a las tecnologías de la información y de la comunicación y a las redes sociales”.

Va ciertamente más allá la reciente Ley Orgánica 8/2021, de 4 de junio, de protección integral a la infancia y la adolescencia frente a la violencia (LOPIVI), que se aproxima al tema de los entornos digitales desde las siguientes perspectivas:

  1. Herramienta de la que servirse al servicio de las finalidades de la ley, en particular la sensibilización para el rechazo y eliminación de todo tipo de violencia sobre la infancia y la adolescencia (arts. 3 a); 22 LOPIVI)
  2. Objeto de la formación en distintos niveles. De un lado formación especializada de quienes tienen contacto habitual con personas menores de edad, con la finalidad de asegurar el uso seguro de internet (arts. 5.1. c) y 45 LOPIVI); de otro, formación a los menores de edad en materia de derechos, seguridad y responsabilidad digital (arts. 33 y 45 LOPIVI); en tercer lugar, formación y acompañamiento a las familias (art. 45.1 LOPIVI)
  3. Objeto de investigación e intercambio de información entre el sector público y el sector privado (art. 8 LOPIVI) o de diagnóstico y control de contenidos (art. 46 LOPIVI).
  4. Objeto de control al ser herramienta para la transmisión de contenidos ilícitos (arts. 19 y 52 LOPIVI y disposición final sexta apartados 12, 14, 23 y 32 LOPIVI que revisan diversos preceptos del Código Penal).

Entre ambas disposiciones, la Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos Personales y garantía de los derechos digitales, reconoce la obligación de padres, madres, tutores, curadores o representantes legales de proteger a los menores en el marco del uso de los entornos digitales, asegurando que realicen un uso adecuado y advirtiendo de que la difusión de imágenes o información sobre los menores bajo su cuidado puede suponer una intromisión ilegítima en los derechos de la personalidad de estas personas (art. 84 LOPD); y, en sentido muy similar, atribuye obligaciones de protección de datos de los menores en Internet a los centros educativos y personas físicas o jurídicas que desarrollen actividades en las que participen menores de edad (art. 92 LOPD).

Al mismo tiempo, la LOPD establece la obligación del Gobierno, en colaboración con las Comunidades Autónomas, de desarrollar políticas de impulso de los derechos digitales, incluyendo entre esas políticas las medidas educativas que, si bien no están específicamente dirigidas a los menores de edad, es de suponer que este colectivo debería ser destinatario específico de las mismas (art. 97 c) LOPD). Esta ley orgánica contiene el mandato de que, en un año desde su entrada en vigor, se remita al Congreso de los Diputados un proyecto de ley dirigido específicamente a garantizar los derechos de los menores ante el impacto de Internet (Disposición adicional 19º LOPD). No obstante, esta regulación no ha sido desarrollada.

Lo que parece evidente, con la somera descripción normativa efectuada, es que el ordenamiento jurídico matiza progresivamente la perspectiva adulto-céntrica, para definir un estatuto jurídico específico del menor usuario de internet, delimitándose derechos y políticas públicas propias. No obstante, la visión proteccionista sigue estando tan presente, que el sistema de garantías no acompaña al reconocimiento material del estatuto referido. A ello dedicamos el siguiente apartado de reflexión.

2 Refuerzo del sistema de garantías vs. refuerzo de las barreras de acceso a los entornos digitales

Internet evoluciona a una velocidad vertiginosa. 1983 es el año que se marca como inicio de “internet” como herramienta de trabajo interna al Departamento de Defensa de los Estados Unidos. Se abrió a los usuarios en 1991, existiendo en 1992 unos cincuenta sitios web públicos. En la década de los 90 del S.XX empiezan a aparecer trabajos jurídicos analizando los vínculos entre el derecho e internet. En el año 2004 se creó Facebook. En el año 2006, Twiter. Whatsapp en el año 2009 e Instagram el año siguiente. Tiktok, en su versión china (llamada Douyin), se lanza en el año 2016. Y con la llegada de la pandemia por COVID-19, proliferan las aplicaciones de e-learning, que se convierten en herramienta de tele aprendizaje para millones de menores (y mayores) en todo el mundo.

En menos de cuarenta años, por tanto, se ha desarrollado un mundo virtual en el que se desarrollan actividades que, o bien suponen ejercicio de derechos (fundamentales y subjetivos), o bien pueden traducirse en injerencias ilegítimas en el ejercicio de derechos. El acceso de los menores de edad a ese universo es prácticamente universal si hablamos de los adolescentes (16 años en adelante) y en porcentajes altísimos si hablamos de niños más pequeños. Y ese mundo virtual, ese espacio y tiempo en el que interactúan personas (muchas de ellas menores de edad), ni pertenece a un Estado, ni está controlado por el Estado u otras organizaciones inter o transnacionales que ejercen poder público, por lo que las relaciones de poder y el ejercicio de derechos que se desarrollan en este entorno funcionan con arreglo a dinámicas ajenas a las habituales del Estado de derecho.

La evolución de esas dinámicas, los entornos en los que se producen, las aplicaciones que permiten su desarrollo actúan según un modelo de progresión exponencial, que no ha hecho sino acentuarse en los últimos años. Son más los escenarios de interactuación. Son más los usuarios. Esos usuarios son cada vez más jóvenes. Y los Estados no son capaces de hacerse con el control jurídico de esos entornos, porque son propios de medios empresariales en un alto porcentaje de los casos.

Por eso, cuando pensamos en la forma de asegurar un adecuado ejercicio de los derechos de los menores en los entornos digitales podemos clasificar las opciones normativas en dos grandes grupos, que no tienen por qué ser excluyentes entre sí.

a) De un lado puede plantearse la necesidad de establecer barreras de acceso de los menores al uso de determinados recursos digitales, pero teniendo en cuenta que la propiedad de esos recursos es privada, sería necesaria la colaboración de las empresas que los gestionan.

Por el momento, la celeridad de la evolución del escenario sobre el que debería actuar un derecho que reacciona con excesiva lentitud, justifica que parte de la doctrina científica abogue por la autorregulación o la corregulación (Belloch, 2019, p. 263). No se plantea la intervención obligatoria en las empresas, ni la imposición de reglas de protección de los menores o, sencillamente, de aseguramiento de la autonomía de los menores a la hora de actuar en la red.

La cuestión es que ni siquiera estas opciones son capaces de responder al ritmo de progresión de la dinámica de los entornos digitales, las redes sociales, las aplicaciones que facilitan todo tipo de servicios, la economía electrónica, etc. Sería necesario, casi, que cada empresa que desarrolla una aplicación tuviera su sistema de autoregulación y ello no resulta posible, ni respetuoso de un mínimo principio de seguridad jurídica. De modo que es necesario empezar a pensar en una regulación de general aplicación que asegure la libre prestación de un servicio que, en la medida en que puede interferir con el ejercicio de derechos fundamentales o derechos subjetivos, sea respetuoso con esos derechos. Pero esta opción, más allá de consideraciones relativas a la posibilidad efectiva de realizar ese control sin que se produzcan cruces de datos con registros públicos que permitan certificar fehacientemente la edad, es la más compleja de llevar a la práctica a corto plazo, porque estamos, en materia de uso de redes y de entornos digitales por los jóvenes, en un punto de no retorno.

La encuesta del INE sobre “Equipamiento y Uso de Tecnologías de Información y Comunicación en los Hogares” del año 202118, nos indica que estamos en un punto de no retorno. En los últimos diez años se ha incrementado del 69,5% al 93,9% el uso de internet, del 49,8% al 85,8% el uso de internet a diario y del 21,7% al 55,2% el número de compradores por internet. La encuesta dice también que las personas entre 16 y 24 años utilizan el teléfono móvil en una proporción cercana al 100% (99,7%), siempre con conexión a internet, siendo la franja de edad que más utiliza internet a diario y la tercera franja que más compras realiza por internet (después de la franja de 25 a 34 -74,3% – y de 35 a 44 -68,7% –, lo que, teniendo en cuenta su poder adquisitivo es sumamente revelador).

También aparecen en las estadísticas como el colectivo por edad que más se protege, cuestión esta que se mide en el número de acciones llevadas a cabo para gestionar el acceso a la información personal en Internet (si la media indica que el 75,9% de los encuestados realizan algún tipo de acción para protegerse, en esta franja de edad al porcentaje se eleva hasta el 89%,4%). Por lo que hace a la generación más joven (la franja de edad que va de los 10 a los 15 años), el uso de internet se sitúa en el 95% de media, incrementándose a medida que avanza la edad, pero no bajando del 89,7% de usuarios de internet a los 10 años, contando en esta franja con una media de 1 teléfono cada cinco niños (el 21,6% de niños de 10 años tienen un móvil, subiendo ese porcentaje al 96,3% a los 15 años).

Por tanto, el uso de internet entre los adolescentes y jóvenes es casi universal, su autoprotección bastante alta en relación con el resto de franjas de edad y su confianza en las redes el más alto de todas ellas (el 62,6% tiene un grado de confianza bastante en Internet, y el 5,9% un alto grado de confianza).

De qué modo podría someterse, a toda esa población, a un control a posteriori que condicione su acceso a determinados recursos a la prestación de un consentimiento, que ha de ser necesariamente informado, que prestaron en su momento, seguramente por la via interpuesta de sus progenitores o tutores, sin la menor comprobación de veracidad. ¿Se podría expulsar de tik tok, por ejemplo, a todos los menores de 13 años, tal y como marcan sus reglas, que hubieran mentido al darse de alta, si se les exigiera aportar su número de DNI?, ¿cómo se comprobaría que ese número corresponde a un menor de edad? Y, ¿cómo impedir que ese menor utilice una cuenta creada por quien tiene edad habilitante? En realidad, preguntas muy similares pueden plantearse respecto de futuros usuarios, pero quizá podría idearse un sistema de control de acceso viable. Lo que es más difícil es imaginar un sistema de control de permanencia razonablemente eficaz.

b) Si se asume, antes de intentar la regulación, la derrota en materia de control de acceso o permanencia, e incluso aunque se trabajara en este sentido, sería preciso reforzar los mecanismos de garantía de sus derechos puestos a disposición de los menores. Y ello admite una reflexión sobre el acceso a mecanismos de garantía no jurisdiccional y, desde luego, un apunte específico sobre la necesidad de mejorar la accesibilidad a los mecanismos jurisdiccionales de protección.

Si bien los niños, niñas y adolescentes son titulares del derecho a la tutela judicial efectiva (art. 24 CE), y de todo el haz de facultades que se asocian a este, sin embargo, no tienen reconocida la capacidad procesal necesaria para actuar en un procedimiento judicial y eso, en la práctica, puede convertirse en una barrera de acceso al sistema de garantías e, indirectamente, en un límite al pleno goce de los derechos que les están constitucionalmente reconocidos.

La falta de capacidad procesal de los menores no emancipados suele ser suplida por quien ostente su representación legal, lo que, en la mayoría de los casos, se asocia a quien ostenta la tutela sobre el menor, esto es, sus progenitores, sus tutores o sus guardadores de hecho19. En supuestos de desamparo, serán las administraciones públicas20, u organizaciones del tercer sector que tengan atribuida su tutela o su guarda, quienes ocupen ese papel (art. 7.1 de la Ley 1/2000, de 7 de enero, de Enjuiciamiento Civil).

En los supuestos en que el menor es suficientemente maduro como para expresar su propio parecer, si los intereses del niño o la niña no coinciden con los de sus padres, tutores o guardadores, el art. 8 LECiv prevé el nombramiento de un defensor judicial que represente en juicio los intereses del menor. También formula la misma previsión el art. 10.1 LOPJM que, al recoger el derecho de los menores a la tutela judicial efectiva, dispone que aquellos puedan solicitar asistencia legal y el nombramiento de un defensor judicial, en su caso, para emprender las acciones judiciales y administrativas necesarias encaminadas a la protección y defensa de sus derechos e intereses. Un defensor que no será necesariamente un abogado, debiendo distinguirse claramente entre la institución del defensor judicial y de la asistencia letrada (abogado) o representación procesal en sentido estricto (procurador). A su vez, el art. 18 de la Ley 29/1998, de 13 de julio, reguladora de la Jurisdicción Contencioso-administrativa (LRJCA), prevé que ostentan capacidad procesal

ante el orden jurisdiccional contencioso-administrativo, además de las personas que la ostenten con arreglo a la Ley de Enjuiciamiento Civil, los menores de edad para la defensa de aquellos de sus derechos e intereses legítimos cuya actuación les esté permitida por el ordenamiento jurídico sin necesidad de asistencia de la persona que ejerza la patria potestad, tutela o curatela.

Por tanto, si bien sus padres, tutores, o representantes legales pueden acudir ante los Tribunales en defensa de los intereses del menor y en su representación, esa activación de los mecanismos de garantía de los derechos será adecuada cuando los intereses de los menores coincidan con los de aquellos que ostentan su representación procesal. Si existe disociación de intereses, el acceso de los niños, niñas y adolescentes se complica sobremanera, a pesar de existir mecanismos legales que prevén esta eventualidad y a los que ya nos hemos referido. Mecanismos estos que, en la práctica, son escasamente utilizados, porque exigen de un conocimiento que los menores no suelen tener, o de una actuación proactiva por parte de las Administraciones públicas y el Ministerio Fiscal que tampoco suele darse.

Además, es preciso prever las políticas de infancia como políticas de promoción y desarrollo de los derechos fundamentales de los menores, y como implementación de las obligaciones positivas de los Estados en la garantía de los derechos, porque de otro modo, asociaremos los derechos de la infancia con derechos de prestación, y no como derechos de libertad en sentido estricto, que es lo que efectivamente son. Los menores no pueden disfrutar del pleno ejercicio de sus derechos sin acciones específicas que hagan posible superar su situación de vulnerabilidad. Entre esas acciones, es fundamental atender a la promoción de mecanismos específicos de defensa y tutela de los derechos. El art. 14 LOPIVI reconoce el derecho de asistencia jurídica gratuita a los menores de edad en el marco de determinados procedimientos, y la LOPJM [art. 10.2.e)] prevé la posibilidad de que se nombre al menor un defensor judicial “para emprender las acciones judiciales y administrativas necesarias encaminadas a la protección y defensa de sus derechos e intereses”. Desde otro punto de vista, la modificación de las normas procesales o de contenido material, para contemplar particularidades vinculadas a la infancia también coadyuva a mejorar el pleno disfrute de los derechos de los niños y niñas (véase el caso de los nuevos arts. 109 bis, 110, o 132 del Código Penal español).

3 Refuerzo de los mecanismos de protección y refuerzo de la autonomía

El refuerzo de la autonomía pasa por el reconocimiento de la capacidad para gestionar los derechos de que se es titular, y eventualmente para definir sus límites. Y la fórmula para reconocer esa capacidad debe ser la evaluación de la madurez que no puede presuponerse, a pesar de que la fórmula más habitual es la determinación de una edad, marcada por el determinante biológico de la fecha de nacimiento, a la que se presupone determinado grado de madurez de los menores para consentir, por ejemplo, el uso de determinadas aplicaciones, o el acceso a determinados contenidos.

Pero ni la madurez y el conocimiento van necesariamente vinculadas a la edad siempre, aunque este sea un indicio objetivo. Ni se habilitan mecanismos eficaces, por parte de los prestadores de los servicios, para verificar que la edad declarada por el usuario es realmente su edad biológica.

En gran medida la protección y la autonomía acaban dependiendo de la capacidad de control y el margen de actuación que los progenitores atribuyan a los menores, o de la habilidad de estos para escapar del control parental. Nada que no suceda, en realidad, en otros ámbitos de la vida de los niños y adolescentes. Con la diferencia de que, en este caso, las consecuencias de un inadecuado uso de los entornos digitales pueden suponer no solo la afectación de derechos de terceros, sino el eventual menoscabo de los derechos del propio usuario menor.

El impacto, por ejemplo, en el derecho al honor o la intimidad de los niños y niñas ha sido estudiado de manera profunda por un buen número de autores21. Y este es el ejemplo paradigmático de la necesidad de regular de forma adecuada la prestación del consentimiento. El art. 3.1 de la Ley Orgánica 1/1982, de 5 de mayo, de protección civil del derecho al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen (aprobada cuando internet no existía siquiera), establece que “el consentimiento de los menores e incapaces deberá prestarse por ellos mismos si sus condiciones de madurez lo permiten, de acuerdo con la legislación civil”. Esta ley, sin lugar a duda obsoleta y basada en una concepción de los derechos de la personalidad que no es ya válida ni para los menores, ni para los mayores de edad, admite la posibilidad de que los menores con madurez consientan eventuales limitaciones o cesiones de los derechos de la personalidad. Ello podría aplicarse al uso, por ejemplo, de redes sociales. Pero esa norma no nos da pautas para evaluar el grado de madurez, ni para estandarizarlo, ni atribuye a las personas jurídico-privadas que controlan la puesta a disposición de la información, o la creación de los foros de intercambio de ideas responsabilidad alguna a la hora de evaluar esa madurez. Y tampoco ofrece a los progenitores del menor herramientas para actuar cuando el menor consintiente actúe en contra de sus propios intereses.

Es cierto que el art. 4.2 LOPJM, mejora el panorama cuando establece que

la difusión de información o la utilización de imágenes o nombre de los menores en los medios de comunicación que puedan implicar una intromisión ilegítima en su intimidad, honra o reputación, o que sea contraria a sus intereses, determinará la intervención del Ministerio Fiscal, que instará de inmediato las medidas cautelares y de protección previstas en la Ley y solicitará las indemnizaciones que correspondan por los perjuicios causados.

Pero en la práctica el recurso a esta vía es muy escasa, el régimen de responsabilidad civil por los perjuicios exige acudir o bien a la desactualizada LO 1/1982, o bien a la Ley 34/2002, de 11 de julio, de servicios de la sociedad de la información y de comercio electrónico, que se limita a exigir que las administraciones públicas impulsen códigos de conducta voluntarios por parte de las corporaciones, asociaciones u organizaciones comerciales, profesionales y de consumidores, que tengan en cuenta la protección de los menores (art. 18). Pero sobre el consentimiento de los menores nada se dice en esta última disposición que permita entender que existe un régimen aplicable distinto al que prevé el art. 1.262 del Código Civil.

De nuevo nos encontramos ante la idea de autorregulación o de corregulación a la que se ha hecho previamente referencia. Pero ello sitúa al usuario, menor de edad, en una posición de subordinación notable frente a las empresas prestadoras de servicios. Y el conflicto jurídico con estas, existiendo un consentimiento formal como el que se requiere para acceder como usuario a los entornos digitales, es una confrontación avocada, muy posiblemente, al fracaso. Con, o sin código de conducta de por medio.

Por esto habría que trabajar o bien en el establecimiento de un estándar unificado que aplique una presunción en la edad de consentimiento, basándonos en un criterio cronológico estricto, o bien en la definición adecuada del grado de madurez de los niños, niñas y adolescentes para prestar el consentimiento, entendiendo que el suficiente grado de madurez “implica el conocimiento del contenido de los derechos que se ejercitan y de los efectos y consecuencias de este ejercicio” (Del Río, 2003, p. 197).

En nuestro ordenamiento, parece aplicarse un criterio mixto. Tal y como recoge Cadenas Osuna (2018)

si bien para ciertos actos tanto el CC como diversas leyes especiales fijan edades concretas a partir de las cuáles se presume iuris tantum al menor la madurez suficiente para su realización (‘escala legal de edades’), respecto de otros actos se ha de valorar ad hoc si el menor ostenta el grado de madurez necesario para realizarlos (v.g., los actos relativos a los derechos de la personalidad, ex art. 162.1.º CC), todo ello teniendo como telón de fondo los dieciocho años por entrañar el inicio de la mayoría de edad.

Ahora bien, sigue existiendo un vacío en lo que a las herramientas de evaluación de la madurez se refiere. En el ámbito del consentimiento para las intervenciones corporales a través de tratamientos médicos, se ha desarrollado la teoría de la competencia de Gillick22, que exige valorar la capacidad del menor de edad para entender las consecuencias de sus decisiones a la hora de prestar su consentimiento para llevar a cabo u oponerse a un tratamiento médico.

Habría que plantearse si una prueba de madurez similar puede proyectarse al uso de los entornos digitales, evaluando si el menor entiende las consecuencias de sus decisiones a la hora de interactuar en redes, de exponer su privacidad, de hacer uso de su libertad de expresión o de utilizar determinadas aplicaciones. Si se asume que es posible evaluar la madurez previa a la decisión de tomar anticonceptivos, por ejemplo, deberíamos asumir que también es posible evaluar, con otras herramientas metodológicas obviamente, la madurez de una persona para actuar como sujeto autónomo en el entorno digital.

El Reglamento (UE) 2016/679 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 27 de abril de 2016, relativo a la protección de las personas físicas en lo que respecta al tratamiento de sus datos personales y a la libre circulación de estos datos23 prevé un modelo de consentimiento de los niños en relación con los servicios de la sociedad de la información.

Así cuando se esté ante el tratamiento de datos, y el otorgamiento del consentimiento para el tratamiento de datos, el Reglamento considera lícito el consentimiento a partir de los 16 años, barrera objetiva que presupone madurez suficiente para otorgar dicho consentimiento, Pero si el niño es menor de 16 años el tratamiento de datos “se considerará lícito si el consentimiento lo dio o autorizó el titular de la patria potestad o tutela sobre el niño, y solo en la medida en que se dio o autorizó”. Es decir, no se permite el otorgamiento del consentimiento propio por debajo de esa edad, salvo que, tal y como autoriza el Reglamento, el Estado miembro haya establecido una edad inferior entre los 13 y los 16 años. En España, existe esa previsión que fija la edad del consentimiento en los 14 años, según el art. 7 de la Ley Orgánica 3/2018, de 5 de diciembre, de Protección de Datos Personales y garantía de los derechos digitales24.

Al fijar una edad objetiva, se articula un principio de presunción de madurez que no parece admitir excepciones ni en el sentido de reconocer capacidad para consentir a un niño de 13 años, ni en el sentido de limitar esa capacidad a uno de 15 que no sea suficientemente maduro. Y, sobre todo, al establecer la presunción iuris et de iure, se descarga al prestador del servicio de casi la total responsabilidad en este ámbito.

El art. 7.2 del Reglamento de la Unión establece que el responsable del tratamiento hará esfuerzos razonables para verificar, en el caso de que sean los padres los que presten el consentimiento en nombre del menor, que tal consentimiento fue dado o autorizado por el titular de la patria potestad o tutela sobre el niño, teniendo en cuenta la tecnología disponible. Pero qué sea ese “esfuerzo razonable de verificación”, queda según parece en el ámbito de decisión del prestador del servicio, porque nada se concreta a este respecto. De nuevo sobre la mesa la idea de autorregulación. De nuevo demasiado espacio sin control25.

4 Síntesis

Es necesario revisar la aproximación con la que analizamos la vulnerabilidad de los niños, niñas y adolescentes en los entornos digitales.

La vulnerabilidad de los menores no se mide en dificultad de acceso al ejercicio de los derechos, ni en brecha digital, ni en acceso a las herramientas digitales. Se evalúa en términos de pobreza, en términos de déficit educativos de todo orden, se calibra en términos de mayor o menor mediatización y control del uso de las herramientas digitales por los progenitores o tutores de los niños, y valora en términos de capacidad de formación de un consentimiento libre e informado (y por tanto de madurez).

En ese sentido, la legislación es sumamente pobre y relativamente poco útil. Se establece una barrera objetiva en los 14 años para la cesión de datos y el régimen general de la contratación del código civil en los demás supuestos, sin tener en cuenta la madurez específica de cada menor, lo que impide evaluar el interés superior del niño o de la niña, que tiene que basarse siempre en una valoración individualizada. Descargando de toda obligación fuerte, además, a los prestadores de los servicios.

Se parte de la presunción de autoregulación de las empresas, pero esta autoregulación es evidentemente insuficiente, tanto en la fijación de marcos de edad cronológicamente objetivos – porque muchas aplicaciones ni siquiera respetan la edad de 14 años prevista en la legislación nacional –; como en el control de veracidad de los datos que se ofrecen cuando una persona accede a los servicios, pudiendo darse supuestos de declaración falsa de la edad objetiva, o de utilización de datos parentales sin que exista una verdadera autorización parental. El sistema esta basado en la existencia de un consentimiento libremente prestado, sin que se activen las posibilidades técnicas existentes para verificar quien está detrás de la prestación del consentimiento, ni el grado real de madurez de la persona que, de forma real o figurada, está prestando el consentimiento.

Un sistema de evaluación del grado de madurez para el uso de los recursos de internet sería relativamente sencillo, y permitiría adaptar mejor los servicios al interés superior del menor, además de asegurar que el menor, o el mayor que completa su falta de capacidad, son plenamente conscientes del grado de injerencia en los derechos del niño o la niña supone el uso de determinadas aplicaciones y aceptan asumir ese riesgo. Una sencilla prueba, que exigiera la lectura atenta de dichos riesgos, o de las reglas de uso, podría resultar suficiente, y la única contrariedad se mediría en términos de tiempo para efectuar una instalación o comenzar a utilizar un programa. Un sacrificio seguramente asumible si se tiene en cuenta la necesidad de reforzar el sistema de garantías al servicio de la protección de los derechos de los niños y las niñas.

Abogo, por tanto, por un modelo de garantía controle el acceso a los servicios basándose en sistema de prestación del consentimiento del propio menor siempre que sea posible, sin necesidad de intermediación paterna, y que permita evaluar el grado de madurez individual de la persona, teniendo presente la idea de que la búsqueda del interés superior del niño puede aconsejar, en muchos casos un acceso más temprano, y en otros, un retraso en el acceso en función de las circunstancias personales, el grado de conocimientos y la capacidad de discernimiento sobre las consecuencias de sus actos de la persona, en este caso menor de edad, que opta por acceder a los entornos digitales.

Y, en los casos en que el acceso ya se haya producido y se verifique la lesión de derechos del niño o de la niña en esos entornos, es preciso asegurar mecanismos de garantía extrajurisdiccional o jurisdiccional rápidos y eficaces, en los que se escuche al menor como requisito sine qua non para resolver, individualizando cual es el interés superior del menor en el proceso de resolución de la controversia. La eficacia de esos procedimientos pasaría además por asegurar la autonomía del menor respecto de los intereses de quienes suplen su falta de capacidad de obrar, de modo que si existieran intereses contrapuestos, por la razón que fuera, los del menor no se vieran supeditados nunca a los de los mayores que, en estos casos, incluso siendo tutores y progenitores, pueden ocupar la posición de sujetos activos de la limitación de derechos de los niños al, por ejemplo, exponer la imagen de estos en las redes sociales de los adultos, o utilizar a los niños en actividades comerciales en la red sin sujetarse al régimen general que limita la participación de los menores en actividades comerciales o que supongan un determinado rendimiento económico26.

La protección de los menores exige, además que se produzca una evaluación adecuada del riesgo al que se exponen en internet, calibrando si son los propios menores los que suponen un riesgo para si mismos, en cuyo caso habría que plantearse una modulación de la autonomía reconocida a estas personas; si el riesgo está en los proveedores de servicios que no realizan un adecuado control o filtro de acceso a los menores a determinados servicios; si el riesgo está en quienes ostentan autoridad parental sobre los niños y niñas, porque son estas personas las que utilizan la imagen de los menores, por ejemplo, sin tener en cuenta la huella digital o la imposibilidad de prestar o no el consentimiento para estas actividades por parte de los menores; o si el riesgo viene de terceros usuarios, mayores o menores de edad, a los que es preciso controlar por quienes prestan el servicio o, eventualmente, por los poderes públicos.

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1 Professora Titular de Derecho Constitucional. Universidad Carlos III de Madrid; https://orcid.org/0000-0002-1792-1274; mitziar.gomez@uc3m.es.

2 Tatos tomados de la oficina de investigación de la UNICEF (2022).

3 Sobre las paradojas que plantea la posición del niño como usuario de internet véase Vázquez (2013).

4 UNICEF desarrolla dos programas de investigación específicamente destinados a conocer las relaciones de los niños e internet: Global Kids Online (se puede ampliar información en la web http://globalkidsonline.net/, último acceso 14 de mayo de 2022) y Disrupting Harm (información complementaria disponible en https://www.unicef-irc.org/research/disrupting-harm/, último acceso 14 de mayo de 2022).

5 Este artículo es interpretado por el Comité de los Derechos del Niño en la Observación general núm. 14 sobre el derecho del niño a que su interés superior sea una consideración primordial. El interés superior del menor ha sido considerado por el Comité de Derechos del Niño, junto con el principio de no discriminación, el derecho a la vida y el derecho a ser oído, como uno de los cuatro principios generales de la Convención en lo que respecta a la interpretación y aplicación de todos los derechos del niño en la observación general núm. 5 (2003) sobre las medidas generales de aplicación de la Convención sobre los Derechos del Niño, Doc. CRC/GC/2003/5, de 27 de noviembre de 2003, pár. 12. Por lo que hace a la normativa interna, el principio se integra en el art. 2 de la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor, modificada por la Ley Orgánica 8/2015, de 22 de julio, de Protección a la Infancia y a la Adolescencia, y en los arts. 103.1, 137,149, 156, 161, 172.4, 173.3, 173.4, 216 y 224, entre otros, del Código Civil.

6 Este artículo es interpretado por el Comité de los Derechos del Niño en la Observación general núm. 12 em 2009.

7 En el ordenamiento interno, el derecho aparece literalmente reconocido es en el artículo 9 de la Ley Orgánica 1/1996, de 15 de enero, de Protección Jurídica del Menor, modificada por la Ley Orgánica 8/2015, de 22 de julio, de Protección a la Infancia y a la Adolescencia. Asimismo, el artículo 92.6 del Código Civil y los artículos 770.1. 4ª y 777.5 de la Ley de Enjuiciamiento Civil recogen la audiencia del menor en los procesos civiles.

8 Un reconocimiento muy similar formula el art. 3.3 TUE cuando afirma que la Unión fomentará “la solidaridad entre las generaciones y la protección de los derechos del niño” y contribuirá a la protección de los derechos humanos y, en particular a la protección de los derechos del niño (art. 3.5 TUE).

9 Desde el planteamiento contenido en el Código de Napoleón, que proyecta una influencia indiscutible en el derecho civil continental, de que los niños y las niñas están sujetas a la autoridad parental tal y como se concebía en el antiguo derecho romano, se avanza progresivamente, para superar las nociones de obediencia y productividad al servicio del pater familias. Así, se atiende primero, a finales del S. XIX, a la necesidad de prever una protección particular para la infancia en el ámbito de las relaciones de trabajo, y después a sus necesidades educativas, en línea de las reflexiones de Jean-Jacques Rousseau, primer teórico que observa al niño como una persona con valor propio (y distinto, por cierto, en el caso de los niños y de las niñas). En 1919 la recién creada Sociedad de Naciones pone en marcha un Comité de protección de la infancia, que promueve la aprobación, el 26 de septiembre de 1924, de la Declaración de Ginebra sobre los Derechos del Niño, una declaración que reconoce el derecho al desarrollo material y espiritual de los niños (art. 1), el derecho a recibir cuidado (art. 2) y ayuda en caso de riesgo o desamparo (art. 3), el derecho a no ser explotado (art. 4) y el derecho a ser educado “con el sentimiento de que sus mejores cualidades deben ponerse al servicio de sus hermanos” (art. 5). Tras este momento inicial la evolución viene paralizada por la Segunda Guerra Mundial, y la Organización de Naciones Unidas que se crea a su finalización, pone en marcha, en 1946, el Fondo Internacional de Emergencia de las Naciones Unidas para la Infancia (conocido por las siglas UNICEF), destinado a cubrir las necesidades de los niños de la posguerra en Europa y China.

10 Este tratado, el más ratificado de la historia con 196 Estados firmantes y la labor interpretativa y de desarrollo realizada, a través de distintos mecanismos de control, por el Comité de derechos del niño, ha servido de catalizador y motor de cambio de las legislaciones nacionales y de los sistemas internos de protección de la infancia, también del español. El estado de firmas y ratificaciones puede seguirse en la web de la colección de tratados de Naciones Unidas, en https://treaties.un.org/Pages/ViewDetails.aspx?src=TREATY&mtdsg_no=IV-11&chapter=4&clang=_en (último acceso 12 de mayo de 2022). España publicó el instrumento de Ratificación de la Convención sobre los Derechos del Niño, adoptada por la Asamblea General de las Naciones Unidas el 20 de noviembre de 1989, en el BOE núm. 313, de 31 de diciembre de 1990. La entrada en vigor general, alcanzado el número de ratificaciones necesario, se produjo el 2 de septiembre de 1990, y para España el 5 de enero de 1991. La legislación nacional asumirá de forma clara la influencia del Convenio, sin perjuicio de su evidente facultad de aplicación directa, a partir del año 2015, con la aprobación de la Ley Orgánica 8/2015, de 22 de julio, de modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia (LOMSPIA) y de la Ley 26/2015, de 28 de julio, de modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia (LMSPIA). Ambas modifican la LOPJM, entre otras muchas normas, incorporando contenidos derivados tanto de la Convención sobre los Derechos del Niño y sus Protocolos facultativos, como de la Convención de los Derechos de las Personas con Discapacidad, de 13 de diciembre de 2006.

11 Ello, no obstante, no puede negarse que, tal y como afirma Núñez Zorrilla “desde el ámbito jurídico, se ha producido una evolución y un cambio sustancial en la forma de concebir la capacidad jurídica del niño, que pasa a modularse en función de su desarrollo y grado de autonomía. El niño pasa a ser contemplado como un individuo con opiniones propis que habrán de ser atendidas en consonancia con su capacidad y madurez”. M. C. Núñez Zorrilla (2018), “La nueva configuración del interés superior del menor en las reformas llevadas a cabo por la Ley Orgánica 8/2015, de 22 de julio, de modificación del sistema de protección a la infancia y a la adolescencia, con especial referencia a las reformas peradas en este ámbito en el ordenamiento catalán”, Derechos Fundamentales de los Menores (Desarrollo de la personalidad en la infancia y la adolescencia), Dykinson.

12 Lo hizo por primera vez al resolver un recurso de amparo en la STC 141/2000, de 29 de mayo, reiterándolo en un recurso de amparo en la STC 154/2002, para recuperar esa doctrina recientemente al resolver una cuestión de inconstitucionalidad planteada por el Tribunal Supremo en la STC 99/2019, de 18 de julio. El recurso de amparo que resuelve la STC 141/2000 fue planteado por un padre, en defensa de su propia libertad religiosa porque, en un procedimiento ordinario sobre el régimen de guardia y custodia de sus hijos tras una ruptura matrimonial, se limitaron judicialmente sus facultades para hacer proselitismo religioso con los menores. En este contexto, el Tribunal plantea el ejercicio de los derechos de los niños como límite implícito al ejercicio de los derechos de su padre sobre ellos. Véase al respecto M. Fernández de Frutos (2005, pp. 153-169).

13 Además, se proyecta al ámbito civil y al ámbito penal, cuyos códigos de referencia introducen algunas variables que modulan, o pueden modular, los efectos de la proclamación de la mayoría de edad a los 18 años. Así, el art. 314 CC, admite la posibilidad de emancipación a los mayores de 16 años, por concesión de quienes ejerzan la patria potestad o por decisión judicial, lo que supone que el adolescente deviene capaz y responsable para todos los actos de la vida civil, salvo algunas excepciones que prevé el propio código (por ejemplo arts. 323 y 324 CC), así como para comparecer por sí solo en juicio para la defensa de sus propios intereses. Por lo que hace al ámbito penal, los 14 años marcan la posibilidad de exigir responsabilidades al menor con arreglo a lo previsto en la Ley Orgánica 5/2000, de 12 de enero, reguladora de la responsabilidad penal de los menores (LORRPM) hasta los 18 años.

14 Además, esta disposición, más allá de conformarse como la norma que da respuesta al mandato del art. 39 CE, establece un marco regulador que garantiza a los menores una protección uniforme en todo el territorio español. Véase, en este sentido M. C. Núñez Zorrilla (2018, p. 83).

15 En la legislación de desarrollo de los derechos fundaménteles, sólo el art. 2.1 de la Ley orgánica 5/1985, de 19 de junio, de Régimen Electoral General (LOREG) establece una exclusión implícita, al determinar que el derecho de sufragio corresponde a los españoles mayores de edad.

16 De hecho, los primeros trabajos que, desde el punto de vista teórico, se desarrollaron en España en relación con los menores e internet, tuvieron por objeto, de un lado, la protección de los menores en su condición de potenciales víctimas de las modalidades de explotación sexual que se empezaban a desarrollar a través de distintas aplicaciones y redes sociales, y de otro la protección de los derechos de la personalidad de que son titulares los menores de edad (honor, intimidad y propia imagen). Muchos autores ponen el acento en el segundo de los elementos, sin perjuicio de la gravedad que presenta el primer tipo de situaciones, por las dificultades que supone borra la “huella digital”, y por el hecho de que, en los casos de exposición pública de los niños y niñas más pequeños, suelen ser los responsables de su protección quienes inciden, limitándolos, en los derechos de las personas menores de edad.

17 A este respecto véase J. Solé Resina, “Emancipación digital y potestad parental”; en Resina y Mozetic (2020).

18 Pueden consultarse los datos de la encuesta en la página oficial del INE, en la dirección https://www.ine.es/dyngs/INEbase/es/operacion.htm?c=Estadistica_C&cid=1254736176741&menu=ultiDatos&idp=1254735576692 (último acceso ٣ de mayo de ٢٠٢٢).

19 Este supuesto, particularmente poco frecuente, se da en el recurso de amparo que resuelve la STC 221/2002, de 25 de noviembre, que acepta la legitimación de los guardadores de hecho de unos menores, para para recurrir en amparo una resolución judicial que consideran lesiva de los derechos fundamentales de la menor que tienen a su cargo.

20 Es el supuesto, por otro lado, bastante excepcional también, que se plantea en la STC 260/1994, de 3 de octubre, que resuelve en sentido desestimatorio varios recursos de amparo acumulados planteados por la Generalitat de Cataluña, como institución tutora de 24 menores de edad, cuya tutela había sido retirada a varias familias que se integraban en la comunidad religiosa “Niños de Dios”, por no escolarizar a los menores en centros homologados y formarles en el seno del grupo religioso. Devuelta la tutela a los progenitores por orden judicial, la Generalitat acude al Tribunal en defensa de los intereses de los menores y de su derecho fundamental a recibir una educación integral, al entender que los niños y niñas carecían de capacidad procesal y que, puesto que los intereses de los padres se oponían a los de los menores, era la administración la que debía actuar en nombre de aquellos. El Tribunal, en este caso, y teniendo en cuenta el derecho invocado (art. 27 CE), entiende que la Generalitat puede asegurar el respeto al derecho fundamental de otro modo, sin necesidad de retirar la tutela de los menores a sus padres. En este caso, es la Administración la que asume la defensa de los intereses de los menores frente a los de sus padres, pero el Tribunal entiende, de manera implícita, que el modo escogido para defender esos intereses no ha sido el más oportuno.

21 Valga por todas la cita de la obra colectiva E. Jordá Capitán y otros (2012).

22 Se refiere a la setencia de la House of Lords el 17 de octubre de 1985 en el asunto Gillick v. West Norfolk and Wisbech Area Health Authority and Another [1986] 1 A. C. 112. Esta resolución es analizada con detalle en Osuna, 2018, pp. 789-853).

23 Este Reglamento deroga la Directiva 95/46/CE (Reglamento general de protección de datos), así como de la Directiva (UE) 2016/680 del Parlamento Europeo y del Consejo, de 27 de abril de 2016, relativa a la protección de las personas físicas en lo que respecta al tratamiento de datos personales por parte de las autoridades competentes para fines de prevención, investigación, detección o enjuiciamiento de infracciones penales o de ejecución de sanciones penales, y a la libre circulación de dichos datos y por la que se deroga la Decisión Marco 2008/977/JAI del Consejo (Mallol, 2008).

24 El precepto deja la puerta abierta a excepcionar esta edad, en “los supuestos en que la ley exija la asistencia de los titulares de la patria potestad o tutela para la celebración del acto o negocio jurídico en cuyo contexto se recaba el consentimiento para el tratamiento”.

25 Sobre el control de los prestadores de servicios Moreno Bobadilla (2017), en especial página 195.

26 Sobre el rendimiento económico de la actividad infanto juvenil en redes véase Florit Fernández (2021).